"Qué triste triste, che, qué triste, no me mirabas, nunca fue tan triste, tan vacío, doblemente vacío. Con vos no tenia que ser así, nunca iba a ser así, nunca Bukowski, no, con vos no, con vos era otra cosa, una calle mojada, una luz azul, cualquier cosa.. pero no esta oscuridad terrible de la ropa puesta, de 5 minutos y a llorar al rincón. ¿Cuándo nos despedimos? ¿Cuándo dejamos de rozarnos las yemas de los dedos? ¿Quiénes son estos que se llenan de barro? ¿Por qué nos llenamos de barro? ¿Por qué nos ensuciamos las uñas?"
¡Ay, querido! Mi querido niño que juega con muñecas de trapo. Siempre observé tu secreto ritual, tu juego inconsciente, siempre desde una distancia prudencial, cuidando de no ensuciarme los zapatos con tus porquerías. Las mirabas, las tomabas en tus manos, las girabas, las doblabas al medio, les ponías unos vestidos radiantes, las sentabas en minúsculas mesas y les servías el té. Conversabas horas con su silencio y cuando te aburrías de tanta pantomima burguesa les pintabas franjas negras en el rostro y armabas un pequeño campo de batalla: caían al suelo, chocaban entre ellas, les arrancabas los ojos. Luego corrías y llorabas desconsoladamente por las muñecas descocidas, por los ojos arrancados, por tus pantalones embarrados y tus rodillas raspadas. Y así empezabas tu búsqueda delirante entre libros y discos, buscabas y buscabas algún soplido refrescante entre voces, entre pieles y acordes, alguna caricia escondida entre la hojilla ennegrecida y el humo que se escapaba por la ventana. Cualquier cosa, querido, que pudiera anestesiarte de tanto trapo deshecho, de tanto polifón en el piso. Lo divertido era ver cómo esa búsqueda terminaba siempre en las muñecas de trapo, los vestidos y los charcos del piso. Un perpetuum mobile, impulsado por vaya-uno-a-saber-qué patada inicial, que volvía siempre a tu juego de muñecas, siempre tan triste y tan bonito de mirar.
Yo disfrutaba de ver cómo corrías con los cordones desatados, dejándolos a todos como fascinados con tu búsqueda incansable (pobrecito, realmente pensabas que una verdad podría alguna vez acunarte). Yo no jugaba, no era un niño, ni un charco, ni una muñeca. Me sentaba en un rincón, escondiéndome entre copas y taxis tardíos, agazapada en unos brazos familiares, tragando esa tristeza tan cómoda del bien-estar. Un día vos me propusiste un juego y de repente estaba contigo, buscando entre las sábanas, no se cómo me convenciste, pero entendí que había que encontrar aquella cosa tan brillante, tan necesaria. Y así estuvimos días (¿te acordás?), dando vuelta las alfombras, abriendo cajones, sin comer, sin dormir, siguiendo pistas: en esa nota sostenida, en aquel párrafo, en cry me a river, entre este pliegue y ese lunar. Al final, por muy divertida que fuera la búsqueda, el miedo empezó a calarnos los huesos, la muy condenada cosa brillante seguía sin aparecer y vos precisabas encontrarla (y yo en el fondo sospechaba que no había nada que encontrar). Ya no te reías, te caías en los charcos y llorabas. Venías a mí llorando y me mostrabas cómo se habían roto tus muñecas, cómo se te llenaron de barro las manos, cómo habían sangrado tus dedos de tanto buscar entre escombros.
Esa noche estábamos caminando por una avenida, vos llorabas nuevamente y paramos para que te lavaras la cara en una canilla pública. Cuando levanté la mirada y me vi reflejada en el ventanal de ese comercio, lo comprendí. Mi vestido estaba sucio, mi pelo parecía lana enmarañada, del hueco donde debía estar mi ojo izquierdo, prendido de un hilo finísimo, colgaba un botón verde a la altura de la nariz. "Una calle mojada, una luz azul, cualquier cosa.. pero no esta oscuridad terrible...".
Ahora venís y me preguntás por qué nos llenamos de barro, por qué nos ensuciamos las uñas.
¡Es muss sein, cariño, es muss sein!
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lunes, 24 de febrero de 2014
domingo, 19 de mayo de 2013
Corazón coraza
El número 6 olía a tabaco, a sexo y a desinfectante barato. La oscuridad y la nube de humo hacían lo posible por ocultar las manchas de humedad que poblaban paredes y cortinas. Me recosté contra el respaldo de la cama y saqué un pucho de la caja que me esperaba en la mesa de noche. Aproveché la luz de la llama para mirarte. Ahí estabas, adormilado, acurrucado contra mi pecho izquierdo, como un bebé dormido después de vaciar de leche la teta de su madre. El humo te despertó de repente. ¿No vas a dormir? Me dijiste sonriendo. Ahora voy. Te tranquilicé acariciándote la cabeza. Me repugnaba verte, así que me concentré en las ondulaciones del humo que exhalaba. La noche anterior había sido distinto. Recorrimos las calles del centro, leyéndonos Cortázar, escondiéndonos en las esquinas para besarnos y jugar al cíclope. Los dos escapábamos: vos de tu vida de casado, yo de mi adolescencia controlada. Empapados de literatura nos buscábamos las bocas, las manos, los ojos. Somos literatura, sos la Maga, me decías. Llegamos al telo como a las 12, después de tomar y tomar, de fumar, de reírnos a carcajadas. Nos reíamos de nosotros, de tu mujer, del telo de $500 la noche. Tiramos los libros al borde de la cama, nos besamos y me repetías que esto nunca te había pasado "Es el amor" me recitabas al desvestirme "Tendré que ocultarme o huir..."
Y de pronto lo vimos. En la pared, al lado de la televisión que transmitía el informativo (solo en un telo de $500 la noche se ve el informativo). Nos miraba como riéndose. Nuestro gran poeta Mario Benedetti, con la cabeza recostada en su mano. Bajo la imagen había un poema: "Mi táctica es/mirarte/aprender cómo sos/quererte como sos" El viejo pelotudo, con su cursilería barata, insultaba toda nuestra literatura. Todo lo que habíamos creado con palabras, besos, miradas, se rompía en esos versos de mierda. Benedetti nos gritaba que no, que en ese cuarto no había magia. Con su sonrisa de falso militante y sus palabras de amor comprometido, atentaba contra nuestra existencia misma. Entonces me acerqué a tu oído y te di la idea. Matemos a este tipo. Vamos a coger hasta que se muera de poesía.
Te moviste en sueños, parecías incómodo. ¿Sería la conciencia que por fin te estaba pesando? Pensé en tu esposa, en su casa, en la excusa que seguramente inventarías. Qué tipo cagón, pensé y casi me dio lástima por ella. Pero ahí estaba yo, desnuda y sucia, con el pelo revuelto, abrazándote mientras dormías. Mi pobre escritor frustrado. Me daba asco tu debilidad, tus gemidos agudos al coger, tu triste ambición literaria. Nunca te dije que tus cuentos me parecían una mierda, un verdadero rejunte de asustaviejadas sin sentido. Y sin embargo ahí estabas, mordiéndome los pezones. Nos consumía la suciedad, el frío, el engaño. Las 5am, debería despertarte. Apagué el cigarro y me metí entre las sábanas. Olor a nosotros. Te quejaste, aún dormido. Cuando abriste los ojos me viste y con una mano me señalaste el camino hacia tu boca. Me movía rápido, te tapé la boca para que no gimieras. Odiaba tus gemidos. Odiaba esa habitación y a Mario Benedetti. Odiaba a tu esposa, a mi padre y que me quedaran dos cigarrillos en la caja. Quería apuñalarte con mi cuerpo. Vos querías acariciarme. Te tomé la manos y las inmovilicé sobre tu cabeza. No nene. Vos no me tocás más. Terminé y me bajé de la cama. Ya es tarde, ¿nos vamos? Fui a ducharme mientras vos revisabas tu celular.
Cuando salí, vi que habías prendido la tele y me mirabas divertido. Mirá esto. No pude contener la risa. Los dos nos reímos sin parar. Corrí a darte un beso, te besé durante toda la nota del informativo. Nos vestimos, cerramos la puerta del número 6 y, entre risas, abandonamos el lugar. Dejamos la televisión prendida.
-Mario Benedetti será velado hoy a las 9 de la mañana en el Palacio Legislativo.
viernes, 23 de septiembre de 2011
Primer promesa de inmortalidad
Juan esperaba en un bar, de esos a los que apodaba “de mala muerte”. Una interesante forma de adjetivar, pensó. Se consideraba de mala muerte a aquél tipo de lugares, preferentemente oscuros, que olían a mezcla de tabaco, alcohol y aceite rancia. Lugares frecuentados por los mismos cinco viejos tristes que acudían a beber su whisky de las 7 o por los borrachos ruidosos que iban a mirar algún partido de fútbol o por algún estudiante esporádico que, amante del romanticismo onettiano que producía aquella escena, pedía una grapamiel doble y se sentaba a escribir en una servilleta. La mala muerte era esa, un bar en una esquina, las ventanas siempre cerradas, un hombre que llenaba vasos mientras tarareaba tangos, chapas viejas entre cuyo óxido se distinguía una rubia sonriente con una botella de Coca-Cola en su mano, olor a aceite y tabaco. La mala muerte era elegir un whisky en la oscuridad en vez de la novela de la tarde. Pero si había una mala muerte debía haber una buena, ¿cuál sería la buena muerte? Pensó en La Ilíada, en la “bella muerte” griega, la muerte heróica de Aquiles o de Héctor. La bella muerte era entonces la muerte en el campo de batalla, morir atravesado por la lanza de un enemigo poderoso, morir cumpliendo un destino ineludible. Una gloriosa muerte para ser cantada por poetas. Pensó en Kurt Cobain, en el Che Guevara, en Janis Joplin. Pero eso no era la buena muerte, era una bella muerte, la muerte reservada para héroes, para aristócratas. La muerte buena, privada de valor estético, refiere al tipo común, al que se le niega lo bello y se le enchufa lo moral. ¿Morir en una cama de hospital? ¿Morir en un accidente de autos? ¿Morir en una residencia de ancianos? La buena muerte es morir de un ataque cardíaco en casa y la promesa de inmortalidad es un obituario que asegura que será extrañado por su esposa, hijos, nietos…
miércoles, 14 de septiembre de 2011
Nocturno
A determinada hora de la noche mi cabeza se llena de fantasmas y no puedo dormir.
Creo que me estoy volviendo loca, cada vez más loca. Es insoportable. Todos los pequeños demonios de mis decisiones erradas, los fantasmas de lo que pudo haber sido, las monstruosas preguntas se reunen a esa hora y golpean las paredes de mi cráneo. Y parecen crecer con solo verse unos a otros, se hacen enormes, se gustan y se reproducen. Engendran millones de otros demonios chicos que también crecen y se multiplican.
Temo que alguna de estas noches encuentren el camino y presionen hasta sacarme los ojos de las órbitas. Quizás mi cráneo se aburra de ofrecer resistencia y entonces, me terminen volando las sienes.
jueves, 17 de febrero de 2011
Peor que en un corral
Tengo fragmentos, nada más, fragmentos de tu rostro, piezas del rompecabezas de tu cuerpo que no puedo juntar porque el pegamento se diluye con esta agua salada que me nubla la vista y no puedo ver los huecos, ni diferenciar las figuritas de la nada. La porcelana rota, oscurecida por los restos de un pasado incierto me mutila, me flagela a latigazos, me comprime la tráquea con manos heladas. Rostros y siluetas serpentean silenciosas entre los dientes del coloso. Si sos todos los hombres, ¿cómo podés ser alguno de ellos?. Entonces quién yace a mi lado en este lecho? Nunca podré juntar, pegar, articular como corresponde...
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domingo, 28 de febrero de 2010
Los Momentos.
A veces me sorprenden Momentos, Momentos chiquititos. Saltan del cajón (y yo que pensaba que estaban bajo llave!) y me pegan en la frente. Saltan y me pegan y me dejan medio aturdida. Los Momentos me preguntan cosas, me tiran del pelo para que los mire, me rompen hojas de cuadernola y rayan páginas de libros que intento leer. Y yo no los quiero mirar, no es quiero hablar, porque preguntan demasiado. Me gritan al oído cuando intento dormir y ni una almohada en la cabeza, ni Rammstein, ni Goyeneche los puede callar.
A veces los Momentos se aburren y se van. Quizás se queden tristes, ahí, solos, guardados en su cajón (que yo siempre cierro con llave).
A veces miro el cajón de reojo y sueño con abrazarlos.
Pero es que preguntan demasiado!
Y yo no se contestar!
No se!
A veces los Momentos se aburren y se van. Quizás se queden tristes, ahí, solos, guardados en su cajón (que yo siempre cierro con llave).
A veces miro el cajón de reojo y sueño con abrazarlos.
Pero es que preguntan demasiado!
Y yo no se contestar!
No se!
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