viernes, 2 de mayo de 2014

Sobre el valor asociado a las palabras.

En nuestra jerga cotidiana hay ciertas palabras que utilizamos y escuchamos de modo recurrente en los más diversos ambientes pero que, si nos movemos en el ámbito universitario (más aún si estudiamos algo relacionado con las ciencias sociales o las humanidades) se convierten en el pan -duro- de cada día. Palabras como "fascismo", "positivismo", "liberalismo", "capitalismo", "izquierda", "derecha", "burgués", "comunismo", etc. se introducen en nuestro vocabulario y no dudamos en utilizarlas en cualquier contexto. El problema es que todos éstos términos son conceptos complejos y problemáticos y, puesto que en la charla cotidiana (y muchas veces en ambientes más "formales" como aulas o artículos periodísticos) no los tratamos de forma problemática, cabe preguntarse a qué nos referimos cuando hacemos uso coloquial de ellos.

No voy a analizar acá cada uno de los términos anteriormente citados ni sus usos en la vida diaria. Lo que sí quiero resaltar es que cuando usamos esas palabras de esa forma no nos referimos rigurosamente a cosas, sino a un cierto "algo" intangible pero potente, que todos comprendemos de alguna forma, pero que nadie puede definir con rigurosidad. Se pueden diferenciar entonces dos niveles de aquellos términos: un nivel denotativo en que probablemente nos veamos obligados a entrar en una discusión compleja y problemática sobre qué es aquello sobre lo que se habla cuando se habla de "izquierda", por ejemplo, y un nivel connotativo en que todos, más o menos, entendemos una significación de algún tipo. El problema en estos casos en que se suprime el intento de definir rigurosamente el término en cuestión, es que la connotación apela únicamente a la subjetividad del emisor/receptor para que el término sea significativo. Sucede entonces algo curioso: aunque entender una palabra dependa únicamente de mi subjetividad, la realidad es que la comunicación no queda imposibilitada, de modo que más o menos entendemos lo mismo cuando alguien expresa "x es tremendo burgués".

Se puede dar una posible explicación a éste fenómeno a partir de lo que Raymond Williams (crítico cultural galés) llama "estructura del sentimiento". Con dicho concepto refiere, grosso modo, a un conjunto común de percepciones, significaciones y valores compartidos por una generación, que está en constante proceso de cambio y que se puede observar en las manifestaciones culturales de la generación en cuestión. Entendiéndolo así, si me encuentro en determinada estructura de sentimiento, no es necesario que alguien me defina rigurosamente un término, sino que ya de esa estructura de sentimiento se desprende una significación y, más aún, una carga valorativa asociada a esa palabra. Esta carga valorativa se traduce en sentimientos de rechazo o adhesión, de modo que cuando vemos la palabra "explotación", "Hitler" o "racismo" nos invaden sentimientos negativos, mientras que palabras como "solidaridad", "alegría" o "amor" evocan sentimientos positivos. Aunque esto sucede, en mayor o menor grado, con todas las palabras de una lengua, se vuelve peligroso únicamente cuando no es posible dar un significado concreto a la palabra que se está empleando, es decir, explicitar aquello que la palabra denota. ¿Por qué es peligroso? Puesto que el significado se pierde en el camino, por así decirlo, lo único que transmite éste tipo de términos es la carga valorativa que la estructura de sentimiento en la que nos encontramos adjunta. De ésta forma cuando decimos "z es fascista" y no nos referimos a ninguna propiedad o ente específico, lo único que hacemos es transmitir el valor emotivo de la palabra "fascista" a la persona "z" (afirmando, ya de paso, que de hecho la palabra "fascista" refiere a algo rechazable/deseable). No estamos transmitiendo información, sino un valor emotivo determinado por la estructura de sentimiento.

Esto tiene varias consecuencias, todas ellas "peligrosas". Por un lado, quiere decir que al emplear éstos términos sin haber realizado el trabajo previo de explicitar su significado o al aceptarlos sin exigirle tal explicitación a nuestro interlocutor, estamos aceptando y transmitiendo de forma involuntaria unos valores en los que quizás no hayamos reparado: aquella carga valorativa que la estructura de sentimiento impone sobre la palabra. Recordará el lector la discusión que se dio hace no demasiado tiempo sobre la expresión "trabajarcomo un negro" y los argumentos que se esgrimieron al respecto. Lo mismo sucede con esos términos complejos con los que nos encontramos y que, sin embargo, se utilizan como si su significado fuera muy obvio. Por otro, la igualación no crítica de ciertos términos a un valor moral determinado parece producir una asociación entre todos los términos que evocan sentimientos positivos y otra entre los que evocan sentimientos negativos. Así pueden explicarse algunas atrocidades que se suelen escuchar por ahí como "los positivistas eran unos fachos", "los comunistas son unos asesinos", "la izquierda es solidaridad", "no aceptar las terapias alternativas es ser cientificista" (afirmaciones que son evidencia clara de lo difícil que es precisar un concepto cuando no se devela el contenido valorativo asociado a la palabra). Además de producir enunciados descabellados, ésta es la asociación que habilita un uso discursivo particular: la persuasión publicitaria/propagandística.


Evitar estos peligros no es imposible, basta con exigir (o exigirse) una definición clara de los términos utilizados y, cuando tal definición no sea posible (o la palabra así definida no sea aplicable al enunciado en que se expresó), explicitar los supuestos valorativos que seguro descansan tras esas palabras. Vale tener en cuenta esto en todo momento, pero especialmente en estos tiempos de estruendosa campaña electoral en la que abundan este tipo de palabras vaciadas de significado, pero cargadas de contenido emocional.

lunes, 24 de febrero de 2014

Muss es sein?

"Qué triste triste, che, qué triste, no me mirabas, nunca fue tan triste, tan vacío, doblemente vacío. Con vos no tenia que ser así, nunca iba a ser así, nunca Bukowski, no, con vos no, con vos era otra cosa, una calle mojada, una luz azul, cualquier cosa.. pero no esta oscuridad terrible de la ropa puesta, de 5 minutos y a llorar al rincón. ¿Cuándo nos despedimos? ¿Cuándo dejamos de rozarnos las yemas de los dedos? ¿Quiénes son estos que se llenan de barro? ¿Por qué nos llenamos de barro? ¿Por qué nos ensuciamos las uñas?"

¡Ay, querido! Mi querido niño que juega con muñecas de trapo. Siempre observé tu secreto ritual, tu juego inconsciente, siempre desde una distancia prudencial, cuidando de no ensuciarme los zapatos con tus porquerías. Las mirabas, las tomabas en tus manos, las girabas, las doblabas al medio, les ponías unos vestidos radiantes, las sentabas en minúsculas mesas y les servías el té. Conversabas horas con su silencio y cuando te aburrías de tanta pantomima burguesa les pintabas franjas negras en el rostro y armabas un pequeño campo de batalla: caían al suelo, chocaban entre ellas, les arrancabas los ojos. Luego corrías y llorabas desconsoladamente por las muñecas descocidas, por los ojos arrancados, por tus pantalones embarrados y tus rodillas raspadas. Y así empezabas tu búsqueda delirante entre libros y discos, buscabas y buscabas algún soplido refrescante entre voces, entre pieles y acordes, alguna caricia escondida entre la hojilla ennegrecida y el humo que se escapaba por la ventana. Cualquier cosa, querido, que pudiera anestesiarte de tanto trapo deshecho, de tanto polifón en el piso. Lo divertido era ver cómo esa búsqueda terminaba siempre en las muñecas de trapo, los vestidos y los charcos del piso. Un perpetuum mobile, impulsado por vaya-uno-a-saber-qué patada inicial, que volvía siempre a tu juego de muñecas, siempre tan triste y tan bonito de mirar.
Yo disfrutaba de ver cómo corrías con los cordones desatados, dejándolos a todos como fascinados con tu búsqueda incansable (pobrecito, realmente pensabas que una verdad podría alguna vez acunarte). Yo no jugaba, no era un niño, ni un charco, ni una muñeca. Me sentaba en un rincón, escondiéndome entre copas y taxis tardíos, agazapada en unos brazos familiares, tragando esa tristeza tan cómoda del bien-estar. Un día vos me propusiste un juego y de repente estaba contigo, buscando entre las sábanas, no se cómo me convenciste, pero entendí que había que encontrar aquella cosa tan brillante, tan necesaria. Y así estuvimos días (¿te acordás?), dando vuelta las alfombras, abriendo cajones, sin comer, sin dormir, siguiendo pistas: en esa nota sostenida, en aquel párrafo, en cry me a river, entre este pliegue y ese lunar. Al final, por muy divertida que fuera la búsqueda, el miedo empezó a calarnos los huesos, la muy condenada cosa brillante seguía sin aparecer y vos precisabas encontrarla (y yo en el fondo sospechaba que no había nada que encontrar). Ya no te reías, te caías en los charcos y llorabas. Venías a mí llorando y me mostrabas cómo se habían roto tus muñecas, cómo se te llenaron de barro las manos, cómo habían sangrado tus dedos de tanto buscar entre escombros.
Esa noche estábamos caminando por una avenida, vos llorabas nuevamente y paramos para que te lavaras la cara en una canilla pública. Cuando levanté la mirada y me vi reflejada en el ventanal de ese comercio, lo comprendí. Mi vestido estaba sucio, mi pelo parecía lana enmarañada, del hueco donde debía estar mi ojo izquierdo, prendido de un hilo finísimo, colgaba un botón verde a la altura de la nariz. "Una calle mojada, una luz azul, cualquier cosa.. pero no esta oscuridad terrible...".
Ahora venís y me preguntás por qué nos llenamos de barro, por qué nos ensuciamos las uñas.
¡Es muss sein, cariño, es muss sein!

domingo, 19 de mayo de 2013

Corazón coraza

El número 6 olía a tabaco, a sexo y a desinfectante barato. La oscuridad y la nube de humo hacían lo posible por ocultar las manchas de humedad que poblaban paredes y cortinas. Me recosté contra el respaldo de la cama y saqué un pucho de la caja que me esperaba en la mesa de noche. Aproveché la luz de la llama para mirarte. Ahí estabas, adormilado, acurrucado contra mi pecho izquierdo, como un bebé dormido después de vaciar de leche la teta de su madre. El humo te despertó de repente. ¿No vas a dormir? Me dijiste sonriendo. Ahora voy. Te tranquilicé acariciándote la cabeza. Me repugnaba verte, así que me concentré en las ondulaciones del humo que exhalaba. La noche anterior había sido distinto. Recorrimos las calles del centro, leyéndonos Cortázar, escondiéndonos en las esquinas para besarnos y jugar al cíclope. Los dos escapábamos: vos de tu vida de casado, yo de mi adolescencia controlada. Empapados de literatura nos buscábamos las bocas, las manos, los ojos. Somos literatura, sos la Maga, me decías. Llegamos al telo como a las 12, después de tomar y tomar, de fumar, de reírnos a carcajadas. Nos reíamos de nosotros, de tu mujer, del telo de $500 la noche. Tiramos los libros al borde de la cama, nos besamos y me repetías que esto nunca te había pasado "Es el amor" me recitabas al desvestirme "Tendré que ocultarme o huir..."

Y de pronto lo vimos. En la pared, al lado de la televisión que transmitía el informativo (solo en un telo de $500 la noche se ve el informativo). Nos miraba como riéndose. Nuestro gran poeta Mario Benedetti, con la cabeza recostada en su mano. Bajo la imagen había un poema: "Mi táctica es/mirarte/aprender cómo sos/quererte como sos" El viejo pelotudo, con su cursilería barata, insultaba toda nuestra literatura. Todo lo que habíamos creado con palabras, besos, miradas, se rompía en esos versos de mierda. Benedetti nos gritaba que no, que en ese cuarto no había magia. Con su sonrisa de falso militante y sus palabras de amor comprometido, atentaba contra nuestra existencia misma. Entonces me acerqué a tu oído y te di la idea. Matemos a este tipo. Vamos a coger hasta que se muera de poesía.

Te moviste en sueños, parecías incómodo. ¿Sería la conciencia que por fin te estaba pesando? Pensé en tu esposa, en su casa, en la excusa que seguramente inventarías. Qué tipo cagón, pensé y casi me dio lástima por ella. Pero ahí estaba yo, desnuda y sucia, con el pelo revuelto, abrazándote mientras dormías. Mi pobre escritor frustrado. Me daba asco tu debilidad, tus gemidos agudos al coger, tu triste ambición literaria. Nunca te dije que tus cuentos me parecían una mierda, un verdadero rejunte de asustaviejadas sin sentido. Y sin embargo ahí estabas, mordiéndome los pezones. Nos consumía la suciedad, el frío, el engaño. Las 5am, debería despertarte. Apagué el cigarro y me metí entre las sábanas. Olor a nosotros. Te quejaste, aún dormido. Cuando abriste los ojos me viste y con una mano me señalaste el camino hacia tu boca. Me movía rápido, te tapé la boca para que no gimieras. Odiaba tus gemidos. Odiaba esa habitación y a Mario Benedetti. Odiaba a tu esposa, a mi padre y que me quedaran dos cigarrillos en la caja. Quería apuñalarte con mi cuerpo. Vos querías acariciarme. Te tomé la manos y las inmovilicé sobre tu cabeza. No nene. Vos no me tocás más. Terminé y me bajé de la cama. Ya es tarde, ¿nos vamos? Fui a ducharme mientras vos revisabas tu celular. 

Cuando salí, vi que habías prendido la tele y me mirabas divertido. Mirá esto. No pude contener la risa. Los dos nos reímos sin parar. Corrí a darte un beso, te besé durante toda la nota del informativo. Nos vestimos, cerramos la puerta del número 6 y, entre risas, abandonamos el lugar. Dejamos la televisión prendida.

-Mario Benedetti será velado hoy a las 9 de la mañana en el Palacio Legislativo.

miércoles, 10 de abril de 2013

Pincha globos


Casi todo lo que somos, pensamos y sentimos termina siendo un problema geográfico... donde nacemos marca la mayoría de las cosas que nos identifican: el idioma, los valores morales, la forma de reaccionar frente a estímulos externos, la gente con la que te cruzás en la vida.. Somos un conglomerado de circunstancias azarosas, originadas de ese primer hecho aleatorio. Y sin embargo, aun siendo conscientes de esta realidad, los humanos nos negamos a aceptar lo contingente de nuestra existencia.

A ese azar entonces lo encubrimos, lo escondemos bajo un velo de libre albedrío (mi mejor amiga, mi novio, mi carrera, son tales porque YO las elegí). Pero fuera del mapa conocido hay un mundo de posibilidades inexploradas, un horizonte de "qué hubiera pasado si..." que nos será por siempre imposible de conocer.

Y todavía hay otro velo, más sutil y más perverso: el que convierte al azar en milagro, sino, providencia divina. Ahí la casualidad causal del encuentro se convierte en magia, el azar se convierte en destino. Y la levedad de lo casual, que amenaza con la desaparición de las cosas (porque lo que sucede sin razón alguna podría perfectamente no existir), se sustituye por el peso de lo inexpugnable.

La vida es más hermosa si hay un plan divino para cada uno de nosotros, si hay una media naranja o una misión cósmica a cumplir. La vida se vuelve más racional y controlable si podemos decidir sobre las cosas que nos suceden.

Pero no, gente...


la vida es azar y geografía.

martes, 7 de agosto de 2012

sábado, 7 de abril de 2012