Dijo Ludwig Wittgenstein.
Y acá estamos.
jueves, 8 de mayo de 2014
viernes, 2 de mayo de 2014
Sobre el valor asociado a las palabras.
En nuestra jerga cotidiana hay
ciertas palabras que utilizamos y escuchamos de modo recurrente en los más
diversos ambientes pero que, si nos movemos en el ámbito universitario (más aún
si estudiamos algo relacionado con las ciencias sociales o las humanidades) se
convierten en el pan -duro- de cada día. Palabras como "fascismo",
"positivismo", "liberalismo", "capitalismo",
"izquierda", "derecha", "burgués",
"comunismo", etc. se introducen en nuestro vocabulario y no dudamos
en utilizarlas en cualquier contexto. El problema es que todos éstos términos
son conceptos complejos y problemáticos y, puesto que en la charla cotidiana (y
muchas veces en ambientes más "formales" como aulas o artículos
periodísticos) no los tratamos de forma problemática, cabe preguntarse a qué
nos referimos cuando hacemos uso coloquial de ellos.
No voy a analizar acá cada uno de
los términos anteriormente citados ni sus usos en la vida diaria. Lo que sí
quiero resaltar es que cuando usamos esas palabras de esa forma no nos
referimos rigurosamente a cosas, sino a un cierto "algo" intangible
pero potente, que todos comprendemos de alguna forma, pero que nadie puede
definir con rigurosidad. Se pueden diferenciar entonces dos niveles de aquellos
términos: un nivel denotativo en que probablemente nos veamos obligados a entrar en una
discusión compleja y problemática sobre qué es aquello sobre lo que se habla
cuando se habla de "izquierda", por ejemplo, y un nivel connotativo
en que todos, más o menos, entendemos una significación de algún tipo. El
problema en estos casos en que se suprime el intento de
definir rigurosamente el término en cuestión, es que la connotación apela únicamente a la
subjetividad del emisor/receptor para que el término sea significativo. Sucede
entonces algo curioso: aunque entender una palabra dependa únicamente de mi
subjetividad, la realidad es que la comunicación no queda imposibilitada, de
modo que más o menos entendemos lo mismo cuando alguien expresa "x es
tremendo burgués".
Se puede dar una posible
explicación a éste fenómeno a partir de lo que Raymond Williams (crítico
cultural galés) llama "estructura del sentimiento". Con dicho
concepto refiere, grosso modo, a un conjunto común de percepciones,
significaciones y valores compartidos por una generación, que está en constante
proceso de cambio y que se puede observar en las manifestaciones culturales de
la generación en cuestión. Entendiéndolo así, si me encuentro en determinada
estructura de sentimiento, no es necesario que alguien me defina rigurosamente
un término, sino que ya de esa estructura de sentimiento se desprende una
significación y, más aún, una carga valorativa asociada a esa palabra. Esta
carga valorativa se traduce en sentimientos de rechazo o adhesión, de modo que
cuando vemos la palabra "explotación", "Hitler" o
"racismo" nos invaden sentimientos negativos, mientras que palabras
como "solidaridad", "alegría" o "amor" evocan
sentimientos positivos. Aunque esto sucede, en mayor o menor grado, con todas
las palabras de una lengua, se vuelve peligroso únicamente cuando no es posible
dar un significado concreto a la palabra que se está empleando, es decir,
explicitar aquello que la palabra denota. ¿Por qué es peligroso? Puesto que el
significado se pierde en el camino, por así decirlo, lo único que transmite
éste tipo de términos es la carga valorativa que la estructura de sentimiento
en la que nos encontramos adjunta. De ésta forma cuando decimos "z es
fascista" y no nos referimos a ninguna propiedad o ente específico, lo único que
hacemos es transmitir el valor emotivo de la palabra "fascista" a la
persona "z" (afirmando, ya de paso, que de hecho la palabra
"fascista" refiere a algo rechazable/deseable). No estamos
transmitiendo información, sino un valor emotivo determinado por la estructura
de sentimiento.
Esto tiene varias consecuencias,
todas ellas "peligrosas". Por un lado, quiere decir que al emplear
éstos términos sin haber realizado el trabajo previo de explicitar su
significado o al aceptarlos sin exigirle tal explicitación a nuestro
interlocutor, estamos aceptando y transmitiendo de forma involuntaria unos
valores en los que quizás no hayamos reparado: aquella carga valorativa que la
estructura de sentimiento impone sobre la palabra. Recordará el lector la
discusión que se dio hace no demasiado tiempo sobre la expresión "trabajarcomo un negro" y los argumentos que se esgrimieron al respecto. Lo mismo
sucede con esos términos complejos con los que nos encontramos y que, sin
embargo, se utilizan como si su significado fuera muy obvio. Por otro, la
igualación no crítica de ciertos términos a un valor moral determinado parece
producir una asociación entre todos los términos que evocan sentimientos
positivos y otra entre los que evocan sentimientos negativos. Así pueden explicarse
algunas atrocidades que se suelen escuchar por ahí como "los positivistas
eran unos fachos", "los comunistas son unos asesinos", "la
izquierda es solidaridad", "no aceptar las terapias alternativas es
ser cientificista" (afirmaciones que son evidencia clara de lo difícil que
es precisar un concepto cuando no se devela el contenido valorativo asociado a
la palabra). Además de producir enunciados descabellados, ésta es la asociación
que habilita un uso discursivo particular: la persuasión publicitaria/propagandística.
Evitar estos peligros no es
imposible, basta con exigir (o exigirse) una definición clara de los términos
utilizados y, cuando tal definición no sea posible (o la palabra así definida
no sea aplicable al enunciado en que se expresó), explicitar los supuestos
valorativos que seguro descansan tras esas palabras. Vale tener en cuenta esto
en todo momento, pero especialmente en estos tiempos de estruendosa campaña
electoral en la que abundan este tipo de palabras vaciadas de significado, pero
cargadas de contenido emocional.
lunes, 24 de febrero de 2014
Muss es sein?
"Qué triste triste, che, qué triste, no me mirabas, nunca fue tan triste, tan vacío, doblemente vacío. Con vos no tenia que ser así, nunca iba a ser así, nunca Bukowski, no, con vos no, con vos era otra cosa, una calle mojada, una luz azul, cualquier cosa.. pero no esta oscuridad terrible de la ropa puesta, de 5 minutos y a llorar al rincón. ¿Cuándo nos despedimos? ¿Cuándo dejamos de rozarnos las yemas de los dedos? ¿Quiénes son estos que se llenan de barro? ¿Por qué nos llenamos de barro? ¿Por qué nos ensuciamos las uñas?"
¡Ay, querido! Mi querido niño que juega con muñecas de trapo. Siempre observé tu secreto ritual, tu juego inconsciente, siempre desde una distancia prudencial, cuidando de no ensuciarme los zapatos con tus porquerías. Las mirabas, las tomabas en tus manos, las girabas, las doblabas al medio, les ponías unos vestidos radiantes, las sentabas en minúsculas mesas y les servías el té. Conversabas horas con su silencio y cuando te aburrías de tanta pantomima burguesa les pintabas franjas negras en el rostro y armabas un pequeño campo de batalla: caían al suelo, chocaban entre ellas, les arrancabas los ojos. Luego corrías y llorabas desconsoladamente por las muñecas descocidas, por los ojos arrancados, por tus pantalones embarrados y tus rodillas raspadas. Y así empezabas tu búsqueda delirante entre libros y discos, buscabas y buscabas algún soplido refrescante entre voces, entre pieles y acordes, alguna caricia escondida entre la hojilla ennegrecida y el humo que se escapaba por la ventana. Cualquier cosa, querido, que pudiera anestesiarte de tanto trapo deshecho, de tanto polifón en el piso. Lo divertido era ver cómo esa búsqueda terminaba siempre en las muñecas de trapo, los vestidos y los charcos del piso. Un perpetuum mobile, impulsado por vaya-uno-a-saber-qué patada inicial, que volvía siempre a tu juego de muñecas, siempre tan triste y tan bonito de mirar.
Yo disfrutaba de ver cómo corrías con los cordones desatados, dejándolos a todos como fascinados con tu búsqueda incansable (pobrecito, realmente pensabas que una verdad podría alguna vez acunarte). Yo no jugaba, no era un niño, ni un charco, ni una muñeca. Me sentaba en un rincón, escondiéndome entre copas y taxis tardíos, agazapada en unos brazos familiares, tragando esa tristeza tan cómoda del bien-estar. Un día vos me propusiste un juego y de repente estaba contigo, buscando entre las sábanas, no se cómo me convenciste, pero entendí que había que encontrar aquella cosa tan brillante, tan necesaria. Y así estuvimos días (¿te acordás?), dando vuelta las alfombras, abriendo cajones, sin comer, sin dormir, siguiendo pistas: en esa nota sostenida, en aquel párrafo, en cry me a river, entre este pliegue y ese lunar. Al final, por muy divertida que fuera la búsqueda, el miedo empezó a calarnos los huesos, la muy condenada cosa brillante seguía sin aparecer y vos precisabas encontrarla (y yo en el fondo sospechaba que no había nada que encontrar). Ya no te reías, te caías en los charcos y llorabas. Venías a mí llorando y me mostrabas cómo se habían roto tus muñecas, cómo se te llenaron de barro las manos, cómo habían sangrado tus dedos de tanto buscar entre escombros.
Esa noche estábamos caminando por una avenida, vos llorabas nuevamente y paramos para que te lavaras la cara en una canilla pública. Cuando levanté la mirada y me vi reflejada en el ventanal de ese comercio, lo comprendí. Mi vestido estaba sucio, mi pelo parecía lana enmarañada, del hueco donde debía estar mi ojo izquierdo, prendido de un hilo finísimo, colgaba un botón verde a la altura de la nariz. "Una calle mojada, una luz azul, cualquier cosa.. pero no esta oscuridad terrible...".
Ahora venís y me preguntás por qué nos llenamos de barro, por qué nos ensuciamos las uñas.
¡Es muss sein, cariño, es muss sein!
¡Ay, querido! Mi querido niño que juega con muñecas de trapo. Siempre observé tu secreto ritual, tu juego inconsciente, siempre desde una distancia prudencial, cuidando de no ensuciarme los zapatos con tus porquerías. Las mirabas, las tomabas en tus manos, las girabas, las doblabas al medio, les ponías unos vestidos radiantes, las sentabas en minúsculas mesas y les servías el té. Conversabas horas con su silencio y cuando te aburrías de tanta pantomima burguesa les pintabas franjas negras en el rostro y armabas un pequeño campo de batalla: caían al suelo, chocaban entre ellas, les arrancabas los ojos. Luego corrías y llorabas desconsoladamente por las muñecas descocidas, por los ojos arrancados, por tus pantalones embarrados y tus rodillas raspadas. Y así empezabas tu búsqueda delirante entre libros y discos, buscabas y buscabas algún soplido refrescante entre voces, entre pieles y acordes, alguna caricia escondida entre la hojilla ennegrecida y el humo que se escapaba por la ventana. Cualquier cosa, querido, que pudiera anestesiarte de tanto trapo deshecho, de tanto polifón en el piso. Lo divertido era ver cómo esa búsqueda terminaba siempre en las muñecas de trapo, los vestidos y los charcos del piso. Un perpetuum mobile, impulsado por vaya-uno-a-saber-qué patada inicial, que volvía siempre a tu juego de muñecas, siempre tan triste y tan bonito de mirar.
Yo disfrutaba de ver cómo corrías con los cordones desatados, dejándolos a todos como fascinados con tu búsqueda incansable (pobrecito, realmente pensabas que una verdad podría alguna vez acunarte). Yo no jugaba, no era un niño, ni un charco, ni una muñeca. Me sentaba en un rincón, escondiéndome entre copas y taxis tardíos, agazapada en unos brazos familiares, tragando esa tristeza tan cómoda del bien-estar. Un día vos me propusiste un juego y de repente estaba contigo, buscando entre las sábanas, no se cómo me convenciste, pero entendí que había que encontrar aquella cosa tan brillante, tan necesaria. Y así estuvimos días (¿te acordás?), dando vuelta las alfombras, abriendo cajones, sin comer, sin dormir, siguiendo pistas: en esa nota sostenida, en aquel párrafo, en cry me a river, entre este pliegue y ese lunar. Al final, por muy divertida que fuera la búsqueda, el miedo empezó a calarnos los huesos, la muy condenada cosa brillante seguía sin aparecer y vos precisabas encontrarla (y yo en el fondo sospechaba que no había nada que encontrar). Ya no te reías, te caías en los charcos y llorabas. Venías a mí llorando y me mostrabas cómo se habían roto tus muñecas, cómo se te llenaron de barro las manos, cómo habían sangrado tus dedos de tanto buscar entre escombros.
Esa noche estábamos caminando por una avenida, vos llorabas nuevamente y paramos para que te lavaras la cara en una canilla pública. Cuando levanté la mirada y me vi reflejada en el ventanal de ese comercio, lo comprendí. Mi vestido estaba sucio, mi pelo parecía lana enmarañada, del hueco donde debía estar mi ojo izquierdo, prendido de un hilo finísimo, colgaba un botón verde a la altura de la nariz. "Una calle mojada, una luz azul, cualquier cosa.. pero no esta oscuridad terrible...".
Ahora venís y me preguntás por qué nos llenamos de barro, por qué nos ensuciamos las uñas.
¡Es muss sein, cariño, es muss sein!
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